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domingo, febrero 19, 2006

El nuevo Orden internacional de la década de los noventa: la situación de la ONU y el papel de los EEUU en un mundo globalizado

Introducción

Tras décadas de Guerra Fría y animada por la firme política seguida por Ronald Reagan, la Unión Soviética comenzó su proceso de descomposición, dejando atrás el sueño de una sociedad comunista. La caída del Muro de Berlín fue, más que ningún otro, el símbolo de una nueva época que nacía llena de esperanza. Años de miedo al holocausto nuclear quedaban atrás, pues ninguna gran potencia dotada de armamento nuclear –EE.UU., Francia, el Reino Unido, Rusia o China- era percibida como una amenaza inminente a nuestra seguridad. Décadas de utopía comunista quedaban arrumbadas en los grandes basureros de la historia, dejando atrás los desastres de todo tipo provocados por la ingeniería social ensayada con total desprecio a los derechos humanos y a los principios y valores que han estado en la base de la cultura occidental.

El ciclo iniciado con la I Guerra Mundial parecía cerrarse en 1989. Si entonces se hizo evidente la crisis del modelo liberal clásico, con el desprestigio del sistema parlamentario y la emergencia de los ismos –comunismo, fascismo, nazismo...- ahora una renovada democracia-liberal parecía convertirse en el único régimen político legítimo, dejando atrás experimentos totalitarios cuyos terribles resultados les habían hundido en el desprestigio.

Entre 1989 y 2001 la sociedad internacional y, muy especialmente, las naciones occidentales trataron de establecer los parámetros de un nuevo orden. No era una opción, sino una necesidad. Algunas de nuestras instituciones estaban marcadas, formalmente o de hecho, por la experiencia de la Guerra Fría y había que adaptarlas a la nueva situación. De otra forma entrarían en crisis, por puro anacronismo, lo que sólo podía beneficiar a los enemigos de Occidente.

Naciones Unidas había nacido sobre los escombros de la II Guerra Mundial y en la idea de que el acuerdo entre las grandes naciones que habían formado la coalición de guerra –EE.UU., la URSS y el Reino Unido- se mantuviera. El proyecto inicial se pudo desarrollar muy limitadamente, al proclamarse en Marzo de 1947 la Guerra Fría, la crisis pre-bélica entre el mundo liberal-democrático y el bloque soviético. El derecho de veto ejercido por los grandes en el Consejo de Seguridad convirtió a este Directorio en un espectador de la política internacional, sin capacidad real para intervenir. La Asamblea General recogía la representación de los estados, en toda su plena realidad: gobiernos títeres de grandes potencias, regímenes corruptos, estados fallidos... dando lecciones de derechos humanos o de cómo afrontar la proliferación de armas de destrucción masiva. El proyecto de dotar a la organización internacional de unas fuerzas armadas propias, con Estado Mayor, quedó reducido a los famosos “cascos azules” o contingentes prestados por los estados miembros para labores de pacificación. La ONU carecería de la fuerza necesaria para imponer sus resoluciones.

La Alianza Atlántica nació, según su primer Secretario General, para mantener a los American in, Russian out and Germans down. En otras palabras, para mantener el compromiso de seguridad establecido por Estados Unidos con Europa durante la Guerra; para impedir que las divisiones soviéticas avanzaran más acá del “Telón de Acero” y para evitar que Alemania volviera a ser un problema. En 1989 Alemania no era un problema ni parecía que fuera a serlo en las próximas décadas. Por el contrario, el eje París-Bonn había actuado de motor del proceso unificador europeo, que gozaba de una amplia aceptación en el Viejo Continente. La Unión Soviética había perdido la Guerra Fría y estaba descomponiéndose en un amplio número de países. No había duda de que Rusia sí sería un problema, pero no de orden militar en el medio plazo. Sin la amenaza soviética y con una mayor autoestima por el relativo éxito de las instituciones continentales, en Europa crecían las voces en favor de un “desenganche” con Estados Unidos.

Las Comunidades Europeas se encontraban ante un doble y no claramente compatible reto: profundizar en la unidad y, al mismo tiempo, incorporar a estados que recuperaban su independencia tras la descomposición de la Unión Soviética. No había duda de su carácter europeo; de que había una cierta deuda moral con esas poblaciones, que habían corrido con la peor parte durante cuarenta años; de que su nivel económico estaba muy por debajo de la media y de que, por lo tanto, la incorporación no sería fácil.

Una nueva mentalidad recorre Europa

Una expresión se hizo bastante común en aquellos días: “cobrar los dividendos de la paz”. La analogía con el lenguaje contable venía a cuento. Eran años en los que había empezado a manifestarse la crisis financiera del denominado “estado de bienestar”. Los recursos se hacían más necesarios que nunca y la clase política tendría mayores dificultades para justificar el mantenimiento de aquellos gastos en defensa desaparecida la amenaza.

La década de los noventa lo fue de desarme moral, más aún que militar. En los años setenta había crecido un movimiento pacifista, centrado en el rechazo del arma nuclear. El despliegue de los SS-20 soviéticos había dado lugar a la “doble decisión” de la Alianza Atlántica, que supondría la instalación de misiles “Crucero” y “Pershing”. La lógica estratégica de aquella medida era evidente y su resultado, a la luz de la perspectiva que nos da el tiempo transcurrido, excelente. Sin embargo, un nuevo movimiento ciudadano creció en su contra. Con el fin de la amenaza aquella actitud ganó adeptos.

El fenómeno más que político era cultural. En Europa aumentaba el número de personas que creía que nuestro nivel de civilización suponía, entre otras cosas, la superación de la guerra. Por una parte, el uso de la fuerza en las relaciones internacionales parecía algo intrínsecamente malo. No era cuestión de circunstancias, sino de naturaleza. Por otro, sentían que tenían derecho a vivir en paz. El disfrute de la paz era una especie de derecho natural, luego quien se atreviera a ponerlo en duda era un peligro para el sistema. Tal actitud despreciaba que el mundo, entonces como ahora, fuera caótico y que resultaba evidente que había estados o grupos dispuestos a atentar contra nuestra seguridad. El mal, a su entender, estaba en nosotros. El resultado fue una despreocupación por los problemas de seguridad, como si se tratara de algo superado.

Si la paz era un derecho que había que garantizar, el primer paso era evitar las circunstancias que nos pudieran arrastrar a la guerra. Paradójicamente, cuando el mundo se hizo más global, Europa quiso ser más local. Si repasamos los debates estratégicos de aquellos días encontraremos interesantes libros y artículos en revistas especializadas centrados en la siguiente idea: el mundo es y seguirá siendo hobbesiano. Lo único que podemos hacer es levantar un muro diplomático para aislarnos, garantizar y disfrutar de nuestra democracia y estado de bienestar y evitar vernos involucrados en crisis ajenas. Europa se compromete con el mundo a través de ayuda económica, que a menudo se queda en manos de gobernantes corruptos, y de ONGs, pero no mucho más.

Eso fue exactamente lo que ocurrió durante la crisis de los Grandes Lagos, en la que enfrentamientos entre tutsis y hutus produjeron miles de muertos sin que hiciéramos nada, más allá de desprecios racistas y lecciones morales. Esta idea de que podemos aislarnos en lo fundamental, a pesar de que nuestro comercio sea global, de que nuestros ciudadanos viven en todos los países del mundo y de que una crisis local acaba teniendo efectos mundiales, persistió y, de hecho continúa perviviendo en el Viejo Continente. Es un sueño de raíces históricas, que trata de negar lo obvio: que en nuestra época el mundo es un patio de vecindad en el que nadie puede obviar su cuota de responsabilidad.

La Alianza Atlántica

Esta actitud se hizo muy evidente durante las negociaciones para la redacción de los conceptos estratégicos de la OTAN de 1991 y 1999. Es decir, sus documentos fundamentales de orden estratégico, que complementan al Tratado de Washington, que es el instrumento jurídico. Si el primero de los conceptos se centró en reconocer que la Alianza no sufría una amenaza sino sólo riesgos, el segundo ya entró en materia. La crisis balcánica era el telón de fondo para una negociación que tenía que dar sentido a una organización que, aparentemente, se había quedado sin su razón de ser.

Aquella sucesión de crisis enseñó a los europeos lecciones tan interesantes como contradictorias:

Europa no estaba libre de amenazas. Más aún, Europa tenía problemas internos, derivados de la descomposición de la Unión Soviética, que podían originar gravísimas consecuencias para la seguridad continental. La desestabilización de Albania produjo una fuerte emigración a Italia, que se encontró desasistida por el resto de los europeos. Alemania apoyó la independencia de Eslovenia, parte del ámbito de influencia del Imperio Austriaco. Los problemas en Kosovo y Macedonia tendían a enfrentar a Serbia con Albania y, sobre todo, a Grecia con Turquía. Por último, no hacer suponía firmar el acta de defunción de la Alianza Atlántica, que no era capaz siquiera de resolver crisis menores en la propia Europa.

Para actuar en Kosovo se había utilizado un principio revolucionario: el derecho de injerencia humanitaria. Si durante siglos se consideró que la no injerencia en los asuntos internos de un estado soberano era una de las garantías fundamentales para preservar la paz, ahora se establecía que en casos en que el gobierno de un estado violara los derechos de sus ciudadanos podía considerarse legítima la intervención de una fuerza internacional para hacerlos prevalecer. Ese hecho, inevitable en aquellas circunstancias, asustó mucho a los europeos, los principales responsables de lo ocurrido.

Europa necesitaba a Estados Unidos para poder hacer uso de la fuerza. Años de insuficiente inversión en capacidades de defensa sumado a la falta de liderazgo o instituciones comunes para dirigir una operación militar llevó a la incapacidad para hacer frente a una crisis menor. Los europeos tuvieron, una vez más, que humillarse e implorar al presidente Clinton que asumiera la dirección de las operaciones. Estados Unidos no tenía ningún interés en intervenir. Sus intereses aparentemente no estaban en juego, pues era una crisis menor y muy localizada. Sólo cuando comprendieron el riesgo de un enfrentamiento entre Grecia y Turquía y el daño que estaba sufriendo la Alianza Atlántica cedieron y, durante los graves sucesos de Bosnia, comenzaron a actuar.

El “gap” de capacidades y la crisis de interoperabilidad. La falta de gasto en defensa había provocado, al cabo del tiempo, una falta de sintonía entre las tecnologías norteamericanas y las de sus aliados, que habían generado efectos muy negativos sobre la capacidad de actuación conjunta en el campo de batalla. La tecnología afecta a la táctica. Un avión no actúa igual si dispone de comunicación segura con su centro de mando y control, si sus ordenadores son capaces de fijar un objetivo desde mucha distancia o si dispone de misiles guiados por láser que si no lo tiene. Estos son ejemplos reales que sucedieron allí y que llevaron a las Fuerzas Armadas norteamericanas y a sus responsables de seguridad a concluir que los europeos, con contadas excepciones, eran un estorbo en el campo de batalla. Una conclusión que influyó años después, cuando los europeos quisieron participar en la campaña de Afganistán y los norteamericanos lo rechazaron.

Una Alianza poco participativa. Ante el alto número de países presentes en el Consejo Atlántico y la posibilidad de que se produjeran filtraciones a los medios de comunicación sobre cómo se desarrollaban realmente los acontecimientos, Estados Unidos optó por informar escuetamente a los aliados. Los ministros de defensa se enteraban por la CNN de la evolución del conflicto. Cualquiera de ellos podía comprender todo lo que había de sensato y profesional en aquel silencio informativo, pero no por ello dejaba de ser humillante.

En este marco internacional se desarrolló la negociación del Concepto Estratégico que, vista en perspectiva histórica, resulta cada vez más interesante. Hubo acuerdo sobre la necesidad de mantener la alianza y sobre los efectos positivos que tenía la estandarización de tecnologías y procedimientos. Ese era un activo que no se debía perder. Hubo también acuerdo sobre el carácter disuasorio del armamento atómico, que se debía reducir pero no eliminar. Sin embargo, un sector de los gobiernos trató de resistir todo lo que pudo al tema capital: las acciones fuera de área. La Alianza debía continuar siendo regional, en un doble sentido: el ámbito geográfico de procedencia de los estados miembros y el ámbito geográfico de la acción. Para un sector encabezado por los socialdemócratas alemanes, el uso de la fuerza sólo era posible si se producía un ataque contra uno de los estados miembros o si estallaba una crisis humanitaria en el espacio europeo. Una vez más se hacía evidente ese deseo de aislamiento al que antes hacíamos referencia.

El Concepto Estratégico de 1999 cerró el camino a las acciones fuera de área, por miedo a verse arrastrados por EE.UU. a intervenciones que no fueran de interés europeo. Sin la URSS, la percepción europea de EE.UU. comenzaba a evolucionar de ser el liderazgo necesario a convertirse en el liderazgo indeseable. EE.UU. no había cambiado, pero nosotros sí.

El triunfo del grupo encabezado por Alemania resultó efímero. La realidad se impuso a los prejuicios europeos y en la Cumbre de Praga se aprobó la actuación fuera de área. La Alianza Atlántica sólo tenía sentido si era capaz de actuar preventivamente antes de que la gravedad de los problemas degenerara en guerra abierta. Si todos estaban de acuerdo en que las grandes amenazas a nuestra seguridad se encontraban en los nacionalismos excluyentes, la proliferación de armas de destrucción masiva, los estados delincuentes, el terrorismo y el crimen organizado, no era posible quedarse en casa a esperar. En concreto, este tipo de problemas requieren una actuación temprana, lo que no quiere decir necesariamente hacer uso de la fuerza.

Naciones Unidas

En los años noventa se vio la posibilidad de rescatar parte de los objetivos originales de Naciones Unidas, una vez finalizada la hostilidad entre el bloque democrático y el comunista. Los resultados no han sido buenos.

La reforma del Consejo de Seguridad es compleja. No es realista pensar que ninguno de los que tienen derecho de veto renuncien a tenerlo y no todos, a fecha de 1995, tienen el poder real como para retener ese privilegio. Las reformas estudiadas apuntan a los que son pero no están como miembros permanentes, pero sin derecho de veto. Una injusticia grave que priva de efectividad a la reforma. Por otro lado, a más miembros, mayor es la complejidad del proceso negociador y menor la posibilidad de llegar a un acuerdo, lo que redundaría en la decadencia de la Organización.

Durante los noventa uno de los temas recurrentes fue el de la prevención de conflictos. Puesto que las grandes potencias se encontraban en una fase de relaciones cómodas, sin peligro de crisis mayores, los riesgos de estallidos violentos entre estados pequeños aumentaba. Si se quería evitar espectáculos como el de los Grandes Lagos o crisis que pudieran llevar a un choque de intereses entre las grandes potencias, lo mejor era prevenir llegando antes. La institución adecuada era, sin lugar a dudas, Naciones Unidas. Como teoría estaba bien, pero la práctica ha sido desalentadora. Por una parte, el derecho de veto ha estado presente en todo momento, cuando un grande veía afectados sus intereses. De otra, la falta de disposición a asumir los riesgos implícitos al uso de la fuerza, por temor a la reacción de la opinión pública, ha supuesto que la presencia de cascos azules en un conflicto en ocasiones se convirtiera en un problema más, dificultando, que no facilitando, su resolución. El ejemplo de las fuerzas holandesas en Sbrenica es una vergüenza para todos nosotros. La diplomacia preventiva será eficaz cuando haya un acuerdo entre los grandes y disposición a usar la fuerza si fuera necesario. Sólo si la amenaza es creíble el amenazado la tomará en cuenta.

La Asamblea General ha entrado en un profundo descrédito, reconocido por la Secretaría General en su documentación oficial, por su comportamiento antidemocrático y contrario a los principios reconocidos en la Carta.

Escándalos de todo tipo, como la inacción ante actos de barbarie, soldados violando a quienes tienen que defender sin que se haga nada desde Nueva York, ayuda humanitaria que va a parar a bolsillos privados... han dañado mucho el prestigio de la ONU.

Organismos inadaptados

La Unión Soviética desapareció pero la ONU no fue capaz de aprovechar la oportunidad que se le brindaba y hoy, como reconoce su Secretario General, se encuentra ante graves retos para poder ocupar el espacio que le corresponde en la política internacional de nuestros días.

La Alianza Atlántica llegó al 2000 herida de muerte. Como agencia de estandarización era un éxito. Los países liberados de la influencia soviética buscaban el ingreso, como garantía de independencia real. Pero el elemento nuclear de la Alianza, el sistema de defensa colectiva, había desaparecido por desidia europea. La falta de inversiones en defensa, el creciente antinorteamericanismo y el rechazo al uso de la fuerza privaron a la Alianza de elementos esenciales para su pervivencia. Hoy es un club de seguridad, donde es mejor estar que no estar, útil para discutir temas de interés general pero, como ha recordado recientemente el canciller Schroëder, ha dejado de ser el lugar donde se toman las decisiones de orden estratégico.

La globalización y sus enemigos

La década de los noventa fue también la década de la globalización. El presidente Clinton hizo de este concepto una de las banderas de su política exterior. El engarce con la tradición diplomática del Partido Demócrata era evidente. La paz sería el resultado de la expansión de los ideales democráticos y el comercio sería uno de los vehículos obvios de este proceso. Así se ha repetido desde el siglo XVIII y así lo creyeron muchos norteamericanos. Con la revolución de las comunicaciones este objetivo de siglos parecía hacerse realidad. La democracia liberal, como comenté anteriormente, era crecientemente percibida en todo el planeta como el más legítimo de los sistemas políticos.

El mundo se hacía más pequeño, veíamos las mismas películas, los mismos informativos, viajábamos con mayor felicidad... un conjunto de hechos que desataban procesos culturales de convergencia: de un mundo de civilizaciones pasábamos a una fase de mayor homogeneidad.

La globalización liberal dio argumentos a la derrotada izquierda radical europea para focalizar su programa en su contra. Todos tenemos en la memoria los sucesos de Seattle a propósito de la cumbre de la Organización Mundial del Comercio. Ese movimiento ha seguido adelante, como vanguardia del antiliberalismo.

Sin embargo, lo más relevante estaba por llegar: la emergencia de un terrorismo islamista. Aquellos que desde el Islam han rechazado a lo largo de la historia el acercamiento a Occidente vieron con horror el éxito de la globalización. Trataron de impedirlo ganando elecciones –Argelia, Turquía, Marruecos- o con golpes de estado... pero fracasaron. Al final optaron por ganar prestigio ante la comunidad musulmana golpeando directamente contra Occidente. Sabíamos de sus intenciones, de ahí que estén recogidas en los documentos de estrategia, pero faltó sensación de inmediatez para tomar mayores medidas.

El terrorismo islamista es un efecto de la globalización, en la medida en que se nutre de la sensación de fracaso colectivo de la comunidad musulmana ante el desarrollo económico y social de otras partes del planeta frente al atraso, corrupción y decadencia en que se encuentran. La amenaza islamista es una realidad no discutida, pero que encuentra a Occidente dividido y con unas organizaciones internacionales en decadencia.

Algunos historiadores hemos rescatado de los manuales la expresión phony war, guerra tonta, acuñada para describir los días comprendidos entre la declaración de la II Guerra Mundial y el inicio de las hostilidades en el frente francés. Fue un tiempo absurdo. Estaban en guerra pero todo seguía igual... hasta que las unidades acorazadas alemanas atravesaron Luxemburgo y la cruda realidad se impuso. Recientemente el presidente Bush ha hablado de período sabático, refiriéndose a los años noventa, en el sentido de que la comunidad internacional abandonó la realidad para entretenerse con temas menores. No está mal visto.

Los noventa fueron un tiempo de transición entre la Guerra Fría y la Guerra contra el Terror, unos años en que buscábamos establecer un nuevo orden internacional sin acabar de creernos dónde estaba el problema real. Pero la realidad siempre se impone a los sueños de la razón.


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